ADN ambiental

A partir del material genético que todo ser vivo deja en su hábitat, podemos estudiar el pasado, presente y futuro de la vida en la Tierra.

Por el solo hecho de existir los organismos vivos dejan tras de sí un rastro de ADN. Cuando un animal se mueve por su hábitat, se descaman células de la superficie de su cuerpo; durante su ciclo vital muda su pelaje, su piel, sus plumas o su exoesqueleto y, frecuentemente, libera en el ambiente tanto secreciones mucosas como sus heces. Todos estos elementos contienen células y, en consecuencia, su ADN.

Si este ADN se preserva en el medio (no es degradado por las bacterias) y los científicos pueden encontrarlo y leerlo, obtendrán una fotografía de las especies presentes en un hábitat concreto. Es lo que se conoce como ADN ambiental y, entre otras aplicaciones, su estudio es útil para describir la biodiversidad de los ecosistemas y disponer de información sobre el estado en el que estos se encuentran para poder protegerlos.

Para preservar un ecosistema, es indispensable conocer qué especies viven en él. Este conocimiento tradicionalmente se obtenía mediante muestreos de campo, con los que se identificaba a los principales animales y plantas de un área concreta. Aunque estos se siguen llevando a cabo, en la actualidad y gracias al ADN ambiental, los científicos ya no necesitan capturar directamente a los animales ni tomar muestras de plantas. Pueden detectar de forma indirecta su presencia en el ecosistema a partir del rastro que han dejado en él en forma de ADN.

Los científicos analizan muestras de agua, pero también de tierra o de aire, para aislar el ADN presente en ellas y ‘leer’ pequeños fragmentos de texto genético que les indican qué especies están presentes en un determinado lugar. Con estas técnicas innovadoras los biólogos obtienen una imagen más detallada que la que proporciona solo la observación directa. Sin embargo, los métodos de ADN ambiental no sustituyen a los tradicionales sino que constituyen un valioso complemento.

Desde el punto de vista de la conservación de los ecosistemas, las técnicas de ADN ambiental permiten considerar grupos más amplios de organismos y no solo unas pocas especies de mamíferos, aves, insectos o plantas; y también incluir a organismos de pequeño tamaño, tanto microorganismos como pequeños invertebrados, u otros cuya presencia es rara, y que de otra forma sería difícil caracterizar.

También ha abierto la puerta a que los biólogos puedan estudiar hábitats más extensos o durante periodos de tiempo más largos para ver su evolución, ya que la toma de muestras y su análisis en el laboratorio son más fáciles y menos costosos.

Las fuentes de las que se ha obtenido ADN ambiental son diversas: ha podido aislarse de muestras de tierra, del agua del mar o de un río, de las heces de un animal e incluso del aire o de la nieve. Se ha obtenido ADN de la superficie de los pétalos de flores y con él se han estudiado los insectos polinizadores que interactúan con ellas. Y también se ha conseguido recuperar ADN de sedimentos antiguos que ha permitido identificar en ellos plantas y animales extintos.

En el laboratorio se extrae el ADN de las muestras ambientales y, para estudiarlo, los investigadores realizan múltiples copias de unas determinadas regiones que emplean a modo de códigos de barras con los que identifican a las especies presentes. Este tipo de métodos reciben el nombre de ‘metabarcoding’ (‘barcode’ en inglés significa código de barras).

Con el ADN ambiental, los científicos pueden caracterizar las especies que merodean por las profundidades de los océanos, describir la diversidad de seres vivos en un ecosistema y realizar el seguimiento y control de especies invasoras. Se ha aplicado para rastrear los brotes de enfermedades infecciosas, como por ejemplo la covid, mediante el análisis del ADN presente en las aguas fecales de una ciudad. Y si ponemos la mirada en el pasado, también se ha empleado para estudiar ecosistemas desaparecidos hace mucho tiempo, a partir de las trazas de ADN preservadas en el permafrost, o para detectar los distintos grupos de humanos arcaicos que poblaron una misma cueva en Siberia a lo largo de centenares de miles de años, analizando el ADN presente en los sedimentos. Sus aplicaciones son infinitas.

Fuente: Heraldo.es